Aquí se comprende que la salvación es para los que perseveran hasta el final (la salvación como sinónimo de “reino de Dios”).
En todos los tiempos, los predicadores del Evangelio han tenido dificultades y han sufrido persecuciones y así ha sido a lo largo de la historia.
El evangelio de este segundo Domingo, nos presenta a Jesús resucitado, no es un fantasma, porque los vestigios son visibles, las llagas son muestra que está vivo.
La Iglesia nos ofrece la excelente oportunidad de celebrar los misterios de la salvación realizados por Cristo en los últimos días de su vida.
Estamos llegando a nuestro último Domingo de Cuaresma y al final de este tiempo de penitencia, ayuno y abstinencia como camino hacia la pascua, donde se celebra el misterio del Éxodo de Israel, que se cumple en el éxodo de Jesús «de este mundo al Padre» y se vive hoy en la Iglesia.
La parábola del hijo pródigo es el mejor retrato de Dios que la Biblia nos ha dejado. El centro de la parábola no son los hijos sino el padre, que quiere restaurar a la familia que se ha roto.
El evangelio nos presenta dos hechos terribles: el asesinato de unos galileos y la caída de la torre matando dieciocho (18) personas.
Es en Cristo en quien resplandece la fisonomía del hombre nuevo. En Él Dios nos ha llamado, para pasar de la muerte a la vida, de la cruz a la gloria.
San Pablo nos expresa como los judíos no tienen excusa para invocar a Cristo como Señor. Si la ley de Moises, donde manifiesta la voluntad de Dios, la fe en Cristo, abre el camino para llegar por una ruta segura a Dios.
Esta es nuestra fe, nuestra convicción segura basada en la resurrección de Cristo.