La dignidad de la persona humana exige la garantía de una alimentación sana y suficiente y la promoción de un trabajo decente para todos.

La celebración de la Jornada Mundial de la Alimentación, cada 16 de octubre, nos recuerda que la aceptación social del hambre en el mundo es uno de los mayores errores morales de nuestro tiempo. Es cierto que existe la acción enérgica de muchas organizaciones y personas para erradicar este atroz flagelo. Al respecto, el compromiso de la Iglesia Católica es enorme. Y, sin embargo, no somos capaces de acabar con esta dolorosa plaga, que tantos males y penurias acarrea a multitud de hermanos nuestros. No se trata solo de pobreza y miseria, lo que es mucho, demasiado, sino de hambre, de millones de personas que carecen del alimento necesario para subsistir. Muchas de ellas son niños de corta edad. Un buen número perece por su causa. El hambre es un fracaso de la Humanidad y de la humanidad. Es un escándalo, una tremenda injusticia que no logremos liberarnos de sus garras. Esto solo será posible si los sistemas alimentarios trabajan la inclusividad, la resiliencia y la sostenibilidad. Lo están reclamando los más de 800 millones de personas en el mundo que se fueron a la cama con el estómago vacío el pasado 2020.

No se trata de descalificar otros objetivos y reivindicaciones, pero sí de establecer la correcta jerarquía de valores. Y resulta difícil encontrar otra meta humanitaria más inaplazable y perentoria que la abolición del hambre en el mundo. Para alcanzarla es preciso establecer e impulsar la lógica del cuidado, creernos que la fraternidad es algo más que una simple palabra. No podemos vivir mirando solo a nosotros mismos y a nuestros familiares y amigos. Cualquier sufrimiento humano nos interpela a todos.
La dignidad de la persona humana exige la garantía de una alimentación sana y suficiente y la promoción de un trabajo decente para todos. Para conseguir este fin inexcusable existen tres categorías que deben tener una amplia voz y participar en los procesos políticos y de toma de decisiones: los pequeños productores locales, los jóvenes y los pueblos indígenas.

El hambre en el mundo constituye uno de los más patentes síntomas del proceso de deshumanización del hombre, que se ha acentuado en las últimas décadas a partir de los sesenta. Su consecuencia principal ha sido el declive de la dignidad de la vida y de su protección jurídica, que se manifiesta en la regulación del aborto, la eutanasia, la reproducción asistida, la experimentación con embriones, entre otros asuntos. Negada la condición de hijo de Dios, la dignidad de la persona humana se degrada hasta llegar a desaparecer.

Las conciencias de muchos hombres parecen adormecidas, anestesiadas. No faltan recursos para que todo ser humano goce del pan de cada día. Se producen anualmente alimentos suficientes. El drama consiste en que no todos tienen acceso a ellos, no todos pueden comer lo que requieren. Mueren centenares de miles de personas por inanición mientras otras viven en la opulencia, se someten a severas dietas para adelgazar y desperdician los alimentos sin escrúpulo alguno. Se trata, sin duda, de la más apremiante tarea de nuestro tiempo. Aquí no hay opresión ni explotación sino sencillamente muerte. No hay guerra peor ni más cruel que esta.

Para resolver un problema es ineludible diagnosticar correctamente sus causas, pero no se trata en este caso de una mera disputa ideológica o política sino de una absoluta y grave urgencia moral. Ninguna como esta es tanto una cuestión de vida o muerte. Los países más ricos tienen contraída una grave responsabilidad, pero no es menor la que corresponde a los regímenes tiránicos y a los que implantan políticas económicas que contribuyen a establecer condiciones materiales de vida miserables. Por no hablar de las hambrunas deliberadamente desatadas.

El primer derecho natural es el derecho a la vida y se le arrebata a quien queda sometido al hambre hasta llegar al fallecimiento por falta de comida. Nadie puede quedar al margen para poner fin a este macabro espectáculo. Entre todos, conjugando voluntades y sumando ideas, trabajando juntos y uniendo esfuerzos, destinando fondos y emprendiendo iniciativas eficaces, hemos de afrontar esta tragedia. Gobiernos, instituciones internacionales, asociaciones públicas o privadas, personas individuales, todos hemos de poner nuestra imaginación, voluntad, generosidad y empeño para que la nuestra sea en verdad la generación que contempló finalmente el «Hambre cero». La estrategia ha de consistir en tres acciones: ver, juzgar y actuar. Nuestra contribución a la lucha contra el hambre en el mundo es única e insustituible. Entonces, no temamos preguntarnos, con leal sinceridad, ¿qué podemos hacer? Será el inicio de un dinamismo que nos conduzca a abatir en nuestro interior la tendencia al individualismo, la costumbre a encerrarnos en nosotros mismos, el hábito de pensar que ya habrá alguien que se ocupe de solucionar este asunto. Hemos de salir de la fascinación de la comodidad, de movernos solo si ganamos algo, buscando el beneficio a toda costa. Convenzámonos: Derrotar el hambre de una vez por todas depende del triunfo de la solidaridad. 

En este camino vale la pena escuchar al Papa Francisco, cuando dice: «Pienso que es necesario, hoy más que nunca, educarnos en la solidaridad, redescubrir el valor y el significado de esta palabra tan incómoda, y muy frecuentemente dejada de lado, y hacer que se convierta en actitud de fondo en las decisiones en el plano político, económico y financiero, en las relaciones entre las personas, entre los pueblos y entre las naciones. Solo cuando se es solidario de una manera concreta, superando visiones egoístas e intereses de parte, también se podrá lograr finalmente el objetivo de eliminar las formas de indigencia determinadas por la carencia de alimentos. Solidaridad que no se reduce a las diversas formas de asistencia, sino que se esfuerza por asegurar que un número cada vez mayor de personas puedan ser económicamente independientes. Se han dado muchos pasos en diferentes países, pero todavía estamos lejos de un mundo en el que todos puedan vivir con dignidad» (Mensaje con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación. 16 de octubre de 2013, n. 1). Estos buenos deseos del Obispo de Roma se harán feliz realidad si los tomamos en serio. De nosotros depende.

Por: Mons.   Fernando Chica Arellano  
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, FIDA y PMA
Tomado de cec.org.co

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