El Espíritu de Dios, que ilumina y vivifica este “caminar juntos” de las Iglesias, es el mismo que actúa en la misión de Jesús, prometido a los Apóstoles y a las generaciones de los discípulos que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. El Espíritu, según la promesa del Señor, no se limita a confirmar la continuidad del Evangelio de Jesús, sino que ilumina las profundidades siempre nuevas de su Revelación e inspira las decisiones necesarias para sostener el camino de la Iglesia (cf. Jn 14,25-26; 15,26-27; 16,12-15). Por eso es oportuno que nuestro camino de construcción de una Iglesia sinodal se inspire en dos “imágenes” de la Escritura. Una emerge en la representación de la “escena comunitaria”, que acompaña constantemente el camino de la evangelización; la otra se refiere a la experiencia del Espíritu en la cual Pedro y la comunidad primitiva reconocen el riesgo de poner límites injustificados a la coparticipación de la fe. La experiencia sinodal del caminar juntos, siguiendo las huellas del Señor y en la obediencia al Espíritu, podrá recibir una inspiración decisiva de la meditación de estos dos momentos de la Revelación.

Jesús, la multitud, los apóstoles

En su estructura fundamental, una escena originaria aparece como una constante del modo en que Jesús se revela a lo largo de todo el Evangelio, anunciando la llegada del Reino de Dios. Los actores en juego son esencialmente tres (más uno). El primero, naturalmente, es Jesús, el protagonista absoluto que toma la iniciativa, sembrando las palabras y los signos de la llegada del Reino sin hacer «acepción de personas» (cf. Hch 10,34). De diversas maneras, Jesús se dirige con especial atención a los que están “separados” de Dios y a los “abandonados” por la comunidad (los pecadores y los pobres, en el lenguaje evangélico). Con sus palabras y sus acciones ofrece la liberación del mal y la conversión a la esperanza, en nombre de Dios Padre y con la fuerza del Espíritu Santo. No obstante la diversidad de los llamados y de las respuestas de acogida al Señor, la característica común es que la fe emerge siempre como valoración de la persona: su súplica es escuchada, a su dificultad se da ayuda, su disponibilidad es apreciada, su dignidad es confirmada por la mirada de Dios y restituida al reconocimiento de la comunidad.

La escena de la Revelación

La acción evangelizadora y el mensaje de salvación, en efecto, no serían comprensibles sin la constante apertura de Jesús al interlocutor más amplio posible, que los Evangelios indican como la multitud, es decir el conjunto de personas que lo siguen a lo largo del camino, y a veces incluso van detrás de Él en la esperanza de un signo y de una palabra de salvación: he aquí el segundo actor de la escena de la Revelación. El anuncio evangélico no se dirige sólo a pocos iluminados o elegidos. El interlocutor de Jesús es “el pueblo” de la vida común, uno “cualquiera” de la condición humana, que Él pone directamente en contacto con el don de Dios y la llamada a la salvación. De un modo que sorprende y a veces escandaliza a los testigos, Jesús acepta como interlocutores a  todos aquellos que forman parte de la multitud: escucha las apasionadas quejas de la mujer cananea (cf. Mt 15,21-28), que no puede aceptar ser excluida de la bendición que Él trae consigo; dialoga con la Samaritana (cf. Jn 4, 1-42), no obstante su condición de mujer comprometida social y religiosamente; pide el acto de fe libre y agradecido del ciego de nacimiento (cf. Jn 9), que la religión oficial había excluido del perímetro de la gracia.

La fidelidad del discipulado

Algunos siguen más explícitamente a Jesús, experimentando la fidelidad del discipulado, mientras a otros se les invita a volver a su vida ordinaria: todos, sin embargo, dan testimonio de la fuerza de la fe que los ha salvado (cf. Mt 15,28). Entre los que siguen a Jesús destaca la figura de los apóstoles que Él mismo llama desde el comienzo, destinándolos a la cualificada mediación en la relación de la multitud con la Revelación y con la llegada del Reino de Dios. El ingreso en la escena de este tercer actor no tiene lugar gracias a una curación o a una conversión, sino que coincide con la llamada de Jesús. La elección de los apóstoles no es el privilegio de una posición exclusiva de poder y de separación, sino la gracia de un ministerio inclusivo de bendición y de comunión. Gracias al don del Espíritu del Señor resucitado, ellos deben custodiar el lugar que ocupa Jesús, sin sustituirlo: no para poner filtros a su presencia, sino para que sea más fácil encontrarlo.

La verdad evangélica

Jesús, la multitud en su variedad, los apóstoles: he aquí la imagen y el misterio que ha de ser contemplado y profundizado continuamente para que la Iglesia llegue a ser siempre más aquello que es. Ninguno de los tres actores puede salir de la escena. Si falta Jesús y en su lugar se ubica otro, la Iglesia se transforma en un contrato entre los apóstoles y la multitud, cuyo diálogo terminará por seguir los intereses del juego político. Sin los apóstoles, autorizados por Jesús e instruidos por el Espíritu, el vínculo con la verdad evangélica se interrumpe y la multitud queda expuesta a un mito o a una ideología sobre Jesús, ya sea que lo acepte o que lo rechace. Sin la multitud, la relación de los apóstoles con Jesús se corrompe en una forma sectaria y autorreferencial de la religión y la evangelización pierde entonces su luz, que proviene solo de Dios, el cual se revela directamente a cada uno, ofreciéndole su salvación.

La insidia que divide

Además existe otro actor “que se agrega”, el antagonista, que introduce en la escena la separación diabólica de los otros tres. Ante la desconcertante perspectiva de la cruz, hay discípulos que se alejan y gente que cambia de humor. La insidia que divide – y por lo tanto contrasta un camino común – se manifiesta indiferentemente en las formas del rigorismo religioso, de la intimación moral que se presenta más exigente que la de Jesús, y de la seducción de una sabiduría política mundana que pretende ser más eficaz que el discernimiento de espíritus. Para eludir los engaños del “cuarto actor” es necesaria una conversión continua. A este respecto resulta emblemático el episodio del centurión Cornelio (cf. Hch 10), antecedente de aquel “concilio” de Jerusalén (cf. Hch 15), que constituye una referencia crucial para una Iglesia sinodal.

Una doble dinámica de conversión: Pedro y Cornelio (Hch 10)

El episodio narra ante todo la conversión de Cornelio, que recibe verdaderamente una suerte de anunciación. Cornelio es un pagano, presumiblemente un romano, centurión (oficial de bajo grado) del ejército de ocupación, que ejerce una actividad basada en la violencia y la prepotencia. Sin embargo, se dedica a la oración y a la limosna, es decir, cultiva su relación con Dios y se preocupa por el prójimo. Precisamente el ángel entra sorprendentemente en su casa, lo llama por su nombre y lo exhorta a enviar – ¡el verbo de la misión! – a sus siervos a Haifa para llamar – ¡el verbo de la vocación! – a Pedro. El texto se refiere, entonces, a la narración de la conversión de este último, que ese mismo día ha recibido la visión en la cual una voz le ordena matar y comer de los animales, algunos de los cuales son impuros. Su respuesta es decidida: «De ninguna manera, Señor» (Hch 10,14). Reconoce que es el Señor que le habla, pero le opone una neta resistencia, porque esa orden anula preceptos de la Torá, irrenunciables por su identidad religiosa, que expresan un modo de entender la elección como diferencia que implica separación y exclusión respecto a los otros pueblos.

«Yo soy el que buscan»

El apóstol queda profundamente turbado y, mientras se pregunta acerca del sentido de lo ocurrido, llegan los hombres mandados por Cornelio, que el Espíritu le indica como sus enviados. A ellos Pedro responde con palabras que evocan las de Jesús en el huerto: «Yo soy el que buscan» (Hch 10,21). Es una verdadera y profunda conversión, un paso doloroso e inmensamente fecundo de abandono de las propias categorías culturales y religiosas: Pedro acepta comer junto con los paganos el alimento que siempre había considerado prohibido, reconociéndolo como instrumento de vida y de comunión con Dios y con los otros. Es en el encuentro con las personas, acogiéndolas, caminando junto a ellas y entrando en sus casas, como él descubre el significado de su visión: ningún ser humano es indigno a los ojos de Dios y la diferencia instituida por la elección no es preferencia exclusiva, sino servicio y testimonio de dimensión universal.

La acción apostólica

Tanto Cornelio como Pedro implican a otros en sus caminos de conversión, haciendo de ellos compañeros de camino. La acción apostólica realiza la voluntad de Dios creando comunidad, derribando muros y promoviendo el encuentro. La palabra asume un rol central en el encuentro entre los dos protagonistas. Cornelio comienza por compartir la experiencia que ha vivido. Pedro lo escucha y a continuación toma la palabra, comunicando a su vez lo que le ha sucedido y dando testimonio de la cercanía del Señor, que va al encuentro de cada persona para liberarla de aquello que la tiene prisionera del mal y la mortifica en su humanidad (cf. Hch 10,38). Este modo de comunicar es similar al que Pedro adoptará cuando, en Jerusalén, los fieles circuncidados le reprocharán y le acusarán de haber violado las normas tradicionales, sobre las que ellos parecen concentrar toda su atención, desatendiendo la efusión del Espíritu: «Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos» (Hch 11,3). En ese momento de conflicto, Pedro cuenta lo que le ha sucedido y sus reacciones de desconcierto, incomprensión y resistencia. Justamente esto ayudará a sus interlocutores, inicialmente agresivos y refractarios, a escuchar y acoger aquello que ha ocurrido. La Escritura contribuirá a interpretar el sentido, como después sucederá también en el “concilio” de Jerusalén, en un proceso de discernimiento que es una escucha en común del Espíritu.

Fuente: Documento preparatorio de la XVI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos



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