Causas del Martirio

Al recorrer la historia de la Iglesia, nos encontramos con el fecundo testimonio de los mártires, hombres y mujeres, que mirando el testimonio del crucificado, no amaron tanto su vida para que temieran la muerte (cf., Ap 12, 11).

Tanto el Señor Jesús, como Esteban, Santiago, el herma­no del Apóstol San Juan, fueron víctimas hasta derramar su sangre, y dieron la vida ante las órdenes que dieron perso­nas que pensaron que con tales decisiones reafirmaban su fe religiosa; Jesús mismo, anticipando lo que sucedería a sus discípulos más inmediatos, les dijo:

“Les he dicho todo esto, para que no pierdan la fe en la prueba. Porque los expulsarán de la sinagoga. Más aún, llegará un momento en el que les quiten la vida pensando que así dan culto a Dios” (Jn 16, 1–2). Estas palabras escri­tas los últimos años del siglo primero, hacen memoria de las palabras de Jesús en el llamado discurso de despedida, y quedaron para siempre como advertencia para quienes pre­tendan seguir radicalmente a Jesús, y asumir su causa como programa de vida, personal y comunitariamente.

Pablo, el gran apóstol de los gentiles, que experimentó el encuentro con Jesús Resucitado como una transformación total, siendo como era un celoso judío, no duda en reconocer que “soy el menor de los apóstoles, indigno de llamarme apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios” (1Cor 15, 9).

Sabemos que el don del martirio es llevar a su plenitud la gracia que se nos concedió el día de nuestro bautismo. Sin embargo, tomar la cruz y seguir a Jesús, es el programa de toda una vida, es el itinerario de santidad que se nos traza en la catequesis, con la evangelización y la participación en los signos de vida, los sacramentos. Estos signos de vida tienen su fuente en Jesucristo, sacramento universal de salvación, que los entregó a la Iglesia como supremo gesto de amor, la Iglesia a su vez, es sacramento de Cristo (cf., LG 1).

Esta Iglesia edificada sobre el fundamento de los Após­toles, ha recorrido los caminos de la historia sorteando una diversidad de persecuciones, que lejos de apartarla de su misión, ha fortalecido la convicción de que la presencia misericordiosa del Padre, la Pascua de Jesucristo y el amor incondicional del Espíritu, le han permitido en todo tiempo y circunstancia, pasar de la muerte a la vida, de la tristeza al gozo, del absurdo más deprimente al hondo sentido de la existencia, del desaliento a la esperanza que nunca defrauda (cf., DA 17).

A pesar de los pecados de sus miembros, a veces tan vi­sibles y escandalosos, no le ha faltado la fuerza del Espíri­tu que ha suscitado en todos los rincones del mundo donde ha llegado el mensaje del Evangelio, santos, mártires y un pueblo de Dios bien dispuesto para hacer el bien, abrazar la verdad y luchar por la justicia. Como lo proclama el Conci­lio Vaticano II, citando a san Agustín, “La Iglesia «va pere­grinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios», anunciando la cruz del Señor hasta que venga” (cf. 1Cor 11, 26). Está fortalecida, con la virtud del Señor resu­citado, para triunfar con paciencia y caridad en las afliccio­nes y dificultades, tanto internas como externas, y revelar al mundo fielmente su misterio, aunque sea entre penumbras, hasta que se manifieste en todo el esplendor al final de los tiempos” (cf., LG 8).

Fijos los ojos en el dador de la vida, no podemos dejar de echar una mirada a nuestro pasado, en el que descubrimos cúmulos de gracia en medio de espinas y fracasos. La Iglesia realiza en la historia el misterio de Dios no por el soporte que le puedan prestar los poderes de este mundo, sino por la fuerza del Espíritu Santo que el Señor nos prometió como el único recurso, el más grande y valioso tesoro, para construir el Reino de Dios al recorrer los caminos de cada continente siendo fieles a la verdad de Jesucristo. Como San Pablo bien podemos decir, que a pesar de las dificultades, no nos aver­gonzamos de la causa que hemos abrazado (cf. Rom 1, 16).

Los Obispos del Continente latinoamericano, reunidos en Aparecida, Brasil, en mayo del año 2007, lo expresaban de una manera profunda y llena de verdad:

“Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un en­cargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confia­do…” (DA 18).

Experimentamos con alegría que esta misión fue antici­pada con fecunda originalidad, por todos aquellos que asu­miendo la causa de Jesús en años difíciles, a sabiendas de que tal decisión les podía costar la vida, y se comprome­tieron libre y voluntariamente a ser testigos y misioneros, en las buenas y en las malas, o como muchos de nuestros delegados de la palabra reconocían en su lenguaje: “pase lo que pase” (cf., testimonio de Monseñor Jorge Mario Ávi­la del Águila en Petén, en: CEG, TESTIGOS FIELES DEL EVANGELIO. Guatemala 2007, p. 137-138).

 Fuente:  Carta Pastoral de la Conferencia Episcopal de Guatemala sobre el testimonio de los mártires
 

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