Es en la oración litúrgica donde el encuentro del tiempo y lo Eterno, cumplido en la encarnación del Hijo de Dios, se hace presente para iluminar y transformar la vida de los creyentes y de la Iglesia entera. El Concilio Vaticano II afirma: “Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro” (Sacrosanctum concilium, 7). En unión al Verbo encarnado, bajo la acción del Espíritu Santo, en la liturgia el creyente entra en las profundidades de Dios, hecho nuevo por el amor de Tres que son Uno, capaz de ponerse con fe, caridad y esperanza al servicio del prójimo en la comunión de la Iglesia

1- La liturgia, oración trinitaria

Lo específico de la oración litúrgica, que la distingue de todas las demás, es que es una oración trinitaria: en el Espíritu por el Hijo la comunidad que celebra se dirige al Padre y es del Padre por el Hijo que todo don perfecto le es ofrecido en el Consolador. Por eso las oraciones litúrgicas se concluyen con la fórmula trinitaria, dirigida al Padre por Cristo en el Espíritu, e invocando del Padre los dones de su amor por medio del Hijo en la gracia del Consolador.

En la oración litúrgica el cristiano experimenta la filiación divina, porque no está ante Dios como un extraño, sino que participa de la vida trinitaria en el Espíritu, como hijo en el Hijo: “Dios ha enviado a nuestros corazones al Espíritu de su Hijo que grita: ‘Abbà, Padre’” (Ga 4, 6; cf. Rm 8, 15). La liturgia representa la puerta de ingreso de la comunidad celebrante en la Trinidad divina y de Dios en el corazón de quien ora: en ella, “el frágil vaso de las palabras humanas empieza a contener el diamante infrangible de la divinidad” (Pavel A. Florenskij). En la escuela de la liturgia se comprende por qué orar, para el cristiano, no es orar a un Dios, sino orar en Dios: en el Espíritu, por el Hijo la oración litúrgica va al Padre, del cual, por Cristo en el Espíritu, es ofrecida a los hombres la participación salvífica em la naturaleza divina.

2- A ti, Dios Padre omnipotente…

La liturgia introduce a la comunidad y a cada uno de los bautizados en una relación vivificante con el Padre, que se actualiza en una doble dirección: del Padre a los hombres y de los hombres al Padre. Dios Padre es la fuente de todo don perfecto (cf. Jc 1, 17), aquel que toma la iniciativa en el amor y envía al Hijo y al Espíritu Santo. El Padre es aquel que ama desde siempre y amará por siempre, que nunca se cansará de amar. La liturgia es el lugar en el cual el individuo y la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, experimentan la venida siempre nueva del amor que proviene de la Fuente eterna de la vida.

Por eso, la oración litúrgica es, ante todo, acogida del Dios vivo, que entre en el corazón de la historia: celebrar es dejarse amar por el Padre celestial y dar espacio a su don en la perseverancia de la escucha. En este sentido, vivir la liturgia quiere decir ser alcanzados y transformados por la presencia divina: aquí se comprende la importancia de los tiempos de silencio, de escucha y de recogimiento en la celebración y la necesidad de que cada palabra pronunciada en ella sea sobria, fiel a las que la Iglesia nos confía, sin pesos ni cambios arbitrarios.

Como afirma el Vaticano II, “Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad, es decir, pueblo santo congregado y ordenado bajo la dirección de los obispos” (Sacrosanctum concilium, 26). Así pues, que el modo de celebrar no sea nunca cansado, minimalista y poco cautivante, sino vivo, preparado con cuidado, intensamente orado y tal que invite a todos a la oración, contribuyendo así a regenerar siempre de nuevo a la comunidad entera. De la acogida nace el don: si todo viene del Padre, todo regresa a Él, en un movimiento de respuesta que relaciona todo acto con Dios.

La oración litúrgica se presenta, entonces, como sacrificio de alabanza, acción de gracias y de intercesión, en el cual el mundo y la vida son abrazados para ser orientados siempre de nuevo a su origen y a su meta: es lo que nos recuerda en especial la liturgia de las horas, que hace de cada tiempo una hora de gracia, en la cual la salvación es acogida para ser compartida con los otros. Es orando en la liturgia y a partir de ella que el cristiano aprende a ver todo a la luz de Dios, a denunciar la injusticia y a servir en palabras y obras la justicia del Reino que viene. La liturgia plenamente vivida nos educa para hacernos voz de los que no tienen voz y forma en quien la vive el sentido de las cosas de Dios, bajo cuya luz puede comprometerse por la verdad y el bien al servicio de todos, especialmente de los más débiles y necesitados.

3- Por Cristo, con Él y en Él…

En la liturgia obra el Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros, Jesucristo, sumo sacerdote de la alianza nueva y eterna: todo en ella se cumple por Él, con Él y en Él. Afirma el concilio Vaticano II: “Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, ‘ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz’, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: ‘Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’ (Mt 18, 20)” (Sacrosanctum concilium, 7).

Orar en unión al Hijo y por medio de Él significa entrar en el misterio de su condición filial de divino Amado, que acoge el amor del Padre, para recibir este amor en nosotros mismos, en la Iglesia y en la sociedad. Haciendo presente la infinita caridad del Hijo, hecho hombre por nosotros, la liturgia suscita la imitación de Él no como copia de un modelo lejano, sino como experiencia de su vida donada, que involucra cada aspecto de nuestro ser, nuestra interioridad más profunda, así como nuestra corporeidad y nuestras relaciones. En la liturgia el Espíritu Santo hace presente a Cristo, que enseña a sus fieles a amar según su ejemplo, que nos ha amado y se ha entregado a sí mismo por nosotros (cf. Ga, 2, 20). A través de la unión con el Hijo encarnado, realizada mediante la liturgia de la Palabra y las acciones sacramentales, la liturgia educa en la acogida de los otros: en ella, los muchos se convierten en el único cuerpo del Señor, en la fuerza del Espíritu y en la comunión de la Iglesia del amor.

4-En la unidad del Espíritu Santo

En el seno de la Trinidad el Espíritu Santo es el vínculo del amor divino: así lo concibe la teología occidental. Entre el Amante y el Amado, el Espíritu es el Amor personal, el “vínculo de la caridad eterna” (San Agustín) que, entrando en la historia, suscita la comunión de los hombres con Dios y entre ellos.

 A su vez, la teología oriental contempla el Espíritu a partir de la cruz del Señor, cuando Jesús “inclinando la cabeza, entregó el Espíritu” (Jn 19, 30): por ella, el Espíritu es aquel gracias al cual Jesús subió al Padre para entrar en la solidaridad de los pecadores, es el “éxtasis de Dios”, el don divino a los hombres, a fin de que estos se abran los unos a los otros y al futuro del Dios que viene. La liturgia nos enseña a orar “en la unidad del Espíritu Santo”: la oración en el Espíritu nos forma en el diálogo y en la comunión, y nos induce a reconocer al otro como don, que no genera competencia ni temor.

En cuanto el Espíritu es libertad (cf. 2Co 3, 17), la liturgia nos abre a la fantasía del Eterno y nos hace dóciles y sensibles a la profecía. Quien ora en el Espíritu está siempre vivo y operante en la historia, al servicio del cumplimiento de las promesas divinas. En la liturgia, la acción del Espíritu hace que fidelidad y novedad, lejos de oponerse, se ofrezcan como aspectos de la misma experiencia de fe, en la que el futuro de Dios viene a poner su morada en el presente de los hombres.

En este sentido, la liturgia es la fuente y la escuela de la esperanza que no engaña, y de la caridad operante: es el vértice de la existencia redimida, aunque “no agota toda la actividad de la Iglesia” (Sacrosanctum concilium, 9), porque la visibilidad del seguimiento de Jesús en el mundo no es, en primer lugar, la liturgia, sino una comunidad que viva la comunión y el servicio. Como en la experiencia de la Transfiguración (cf. Mt 17, 1-8; Mc 9, 2-8; Lc 9, 28-36), la liturgia nos hace subir al monte y entrar en la experiencia del misterio santo, para enviarnos luego a descender del monte para llevar a todos con la palabra y la vida el don del que nos hemos hecho partícipes.

5-Donde Dios tiene tiempo para el hombre, porque el hombre tiene tiempo para Dios

La liturgia es, pues, el lugar en el cual la Trinidad entra en las historias humildes de la existencia humana y estas pueden ser acogidas en el misterio de amor de las relaciones divinas. La liturgia genera y alimenta la vida conforme al Evangelio, donde el hombre tiene tiempo para Dios, porque Dios ha tenido tiempo para el hombre: de ella nace el testimonio de aquellos que, hechos nuevos en el amor, cantan con su vida el cántico nuevo de gratitud y alabanza.

Bajo esta luz se comprende por qué la liturgia es culmen y fuente de toda la vida de la Iglesia (cf. Sacrosanctum concilium, 10) y cuán importante es que la celebración litúrgica sea bien vivida: con este objetivo, invito a toda comunidad parroquial a constituir un grupo de animación litúrgica y a formar referentes que no solo cuiden las celebraciones, sino que también promuevan la comprensión más amplia y profunda posible del lenguaje de los signos, en los cuales la liturgia es tan rica.

Los espacios litúrgicos –altar, ambón, tabernáculo, sede, bautisterio, confesional, etc.– son tales que favorecen el ejercicio del ministerio conexo a ellos y tienen mucha importancia para la vida de los fieles. El Oficio diocesano de pastoral litúrgica puede ofrecer oportunidades de profundización y cursos de formación adecuada con el fin de favorecer la participación activa de los fieles en la oración litúrgica. Del mismo modo, se ha de dar la atención necesaria al canto litúrgico, voz de la Iglesia esposa que celebra al Esposo, animando la participación en las iniciativas de la escuela diocesana de música y canto sagrado.

Se ha de promover un canto rico en los contenidos y tal que el mayor número posible de fieles lo haga suyo, dando voz a su propia fe en la comunidad celebrante. Todo el dinamismo trinitario de la liturgia, que hemos evocado en estas reflexiones, se resume en la oración de alabanza (“doxología”), cantada en la conclusión del canon eucarístico. Por eso concluyo esta carta pastoral con las palabras que la componen: “Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”.

Por: Mons. Bruno Forte,
Arzobizpo de Chieti-Vasto

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