Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha. Salmos 15, 8-11

1. ¿Podemos dar cabida a la tristeza?

A partir de 2Co 7, 8-12, san Pablo nos habla de una tristeza “según Dios”, que es buena, y que es aquella que nos conduce al arrepentimiento; es decir, la tristeza que se produce cuando reconocemos nuestros pecados; es aquel sentir dolor por haber fallado, que nos mueve a convertirnos y volver al Señor. Como cuando el hijo pródigo “entra en sí mismo”, reconoce su pecado, pero al mismo tiempo reconoce que jamás ha dejado de ser hijo amado, y esa certeza del amor del Padre le da la fuerza para volver a sus brazos. Esta es la única tristeza que se nos permite a los cristianos; todas las demás tristezas no son “según Dios”, sino según el mundo. Y así como hay tristeza según Dios, o según el mundo, hay también alegría según Dios, o alegría según el mundo…

2. Alegría cristiana

Ya en el Antiguo Testamento se había hablado mucho de la alegría, y se usaban muchas palabras y expresiones para referirse a ella, siempre en relación con la acción misericordiosa y salvadora de Dios: alegrarse, exultar, gritar de alegría, exultar de júbilo, gozarse, prorrumpir en gritos de exultación, etc. Los textos del Antiguo Testamento son ricos en expresiones que se refieren a imágenes ligadas a la idea de la alegría: la danza, el canto, la acción de gracias, tocar instrumentos, batir las palmas, aplaudir, celebrar fiestas y banquetes, etc. Toda esta riqueza de términos y expresiones, nos muestran sentimientos de emoción espiritual, que se manifiesta en expresiones corporales y sensoriales.

Lo primero que se debe tener en cuenta es que en la Biblia Dios es la fuente y motivación última de la alegría. Su providencia, sus intervenciones a favor de su pueblo, su amor fiel, su alianza, su Ley, su acción liberadora y continua son fuente de alegría para sus fieles. Y Dios no solo es causa de alegría, sino que también Él se alegra por sus obras, por la salvación de su pueblo (cf. Sal 104, 31; Dt 30, 9; 28, 63; Is 65, 19; Jr 32, 41; Sof 3, 17). En respuesta a la alegría de Dios, también su creación goza con Él (cf. Job 38, 7).

“La alegría de Dios es nuestra fortaleza” (Ne 8, 10): de modo que la alegría no solo es un atributo de Dios, sino también un don suyo para la humanidad y para toda la creación (cf. Sal 33, 21; 104, 34). Su Palabra es fuente de alegría (cf. Jr 15, 16; Sal 19, 9). Su Ley también es causa de alegría para su pueblo (cf. Sal 119, 14.16…), son los justos quienes están invitados a alegrarse en el Señor (cf. Sal 32, 11; Pr 12, 20).

En medio de una historia tan sufrida y convulsionada como la que tuvo que vivir el pueblo de Dios, se entiende mejor que los momentos de intervención salvadora por parte del Señor fueron celebrados con inmenso gozo por parte del pueblo (éxodo, restauración después del exilio, etc.). Es decir que la más grande alegría del pueblo es la experiencia de la salvación de Dios en su historia (cf. Is 12, 3-6; 14, 7; Sal 13, 6; 16, 9-10). Pero no solo fue experiencia histórica, sino que la alegría también se proyecta en la esperanza de la salvación definitiva (como el banquete al que se refiere Isaías (Is 25, 6-8; 52, 7), y además se expresa en todos los anuncios de un Mesías que vendrá a instaurar tiempos nuevos de salvación y de paz. Eso se cumplirá en el Nuevo Testamento.

Precisamente el Nuevo Testamento nace marcado por el sello de la alegría espiritual. Por ejemplo, el evangelio de Lucas: Desde sus primeras páginas, cuando se anuncia el nacimiento del Precursor (Lc 1, 14); y en los relatos del anuncio, encarnación y nacimiento del Hijo de Dios, la alegría está en estrecha relación con la llegada del Mesías: María, en el anuncio, es invitada a alegrarse (Lc 1, 28); y cuando ella lleva ya en su seno al Hijo de Dios y va a visitar a Isabel, la criatura que aquella esperaba, salta de gozo al escuchar las palabras de María (Lc 1, 44). El Cántico de María es un poema gozoso por las maravillas que realiza Dios en el mundo (Lc 1, 46-55). También el Cántico de Zacarías es una exultación ante la realización de la obra salvadora de Dios en la historia (Lc 1, 67ss). El nacimiento de Jesús trajo luz y alegría todos, especialmente a los pobres (por ejemplo, a los pastores el ángel les dice: les anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo…”: Lc 2, 10). Y la alegría de los ancianos Simeón y Ana, cuando María y José presentan al niño en el Templo (Lc 2, 22ss).

Toda la vida de Jesús y su ministerio público están articulados por el tema de la alegría. Y la alegría estrechamente unida al Espíritu Santo: Jesús estuvo siempre lleno y movido por el Espíritu Santo, por eso lo invadía permanentemente la alegría de Dios. Ante la salvación que se ofrece gratuita y abundantemente a todos, ante la ternura de Dios para con los pobres y los pecadores, la reacción espontánea que surge en los corazones no puede ser otra que la alegría, que a su vez es fruto del Espíritu Santo. Desde los primeros versículos del evangelio, Lucas infunde esta tónica gozosa a todo su relato (cf. 1, 44.47ss. 67ss).

La fiesta, la música y la danza animan la celebración del retorno del hijo a los brazos del Padre misericordioso (cf. 15, 25), y también la gente sencilla, al ver las obras maravillosas de Jesús, se alegran y alaban a Dios (cf. 5, 26; 10, 17; 13, 17; 18, 43; 19, 37), los pecadores acogen gozosos el don del perdón (cf. 19, 6) y el broche de oro a todo el evangelio incluye también una mención a la alegría, cuando los discípulos, después de la ascensión del Señor “regresan a Jerusalén llenos de alegría” (24, 52).

Esto nos invita a considerar que la alegría cristiana, aunque tendrá su plenitud en el triunfo pascual de la vida sobre la muerte en la Resurrección del Señor, ya está previamente ligada a la idea de la conversión: hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepiente, que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. A la conversión del ser humano como acción de Dios y respuesta humana a la misericordia divina, sigue nuevamente la alegría de Dios en el cielo y el júbilo de toda la creación (cf. Is 44, 21-23). Son dos realidades que van estrechamente unidas: conversión y alegría, de modo que el gozo desbordante y la profunda paz son como la consecuencia y el fruto primero de la conversión (cf. Lc 7, 48-50).

Jesús sabía alegrarse tanto de cosas sencillas como de la poderosa acción del Espíritu Santo en Él: Lc 10, 21ss. Y un motivo de particular alegría para Jesús, es porque el Padre Dios ha querido ocultar sus más grandes secretos a los soberbios y prepotentes, mientras que los ha revelado a los pobres y sencillos. Por eso, en definitiva, el cielo es visto como sinónimo de alegría: En el juicio final, a los misericordiosos el Buen Pastor los invita a entrar en la alegría de su Señor (Mt 25, 21.23).

Para los creyentes, la alegría cristiana está estrechamente unida a la Pascua de Cristo. Un texto que lo ilustra muy bien es el de los discípulos de Emaús: precisamente ese texto recoge un testimonio precioso de conversión de la tristeza a la alegría de la Pascua (Lc 24, 13-35).

También en este aspecto Pablo es reiterativo: él mismo siente en su interior la fuerza benéfica de la alegría (cf. Flp 1, 4), y por eso no deja de invitar a sus hermanos en la fe: “… alégrense en el Señor.” “Alégrense en el Señor en todo tiempo. Les repito: alégrense. Y sea tal la perfección de su vida que toda la gente lo pueda notar…” (Flp 3, 1; 4, 4-5). Esta exhortación no es una pura expresión emotiva o un simple augurio, es un imperativo basado en la experiencia de la cercanía del Señor, de modo que, unida a la esperanza y al amor, la alegría se convierte en distintivo radical del cristiano. Además, no se trata de un gozo cualquiera, superficial y pasajero; dado que nace de la participación activa del cristiano en el amor y la vitalidad de Cristo resucitado, se trata de una alegría tan profunda y duradera, que permite, incluso, encontrarle sentido al dolor y a la muerte (cf. Flp 2,17-18; 3, 10-11).

Y hasta el final, en el Apocalipsis, la alegría es la tónica que acompaña la esperanza cristiana en su salvación definitiva: toda la revelación bíblica concluye en una preciosa visión de la Nueva Jerusalén, donde todo es fiesta, vida, paz, abundancia y alegría: Ap 21, 9–22, 15.

Por: Pbro. Danilo Medina L., ssp 
Sacerdote Paulino

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