La vida de fe parte de una experiencia de encuentro con Dios que genera sentido en quien se siente interpelado por ella. A partir de este encuentro de sentido es que nacen las expresiones existenciales, conceptuales, comunicativas, doctrinales, propias del ser humano creyente. Al ser éste el punto de partida, es importante mencionar qué se está entendiendo por teología en los escenarios religiosos actuales.

Pinceladas históricas

Toda idea tiene fecha y el término “teología” no se escapa de esta realidad. De hecho, en la Edad Antigua existen definiciones relacionadas con los poetas Homero, Hesíodo, etc. (siglo VII a. C), propios de la mitología griega que recogía el origen y quehacer de los dioses. Platón (427-347 a. C.) la usa en una crítica a los mitos en su búsqueda de hablar correctamente de Dios usando las mediaciones líricas y se le atribuye, además, de ser el primero en usar el término “teología” según Warner Jaeger (citado por González de Cardidal, 2008, p. 24). A su vez, Aristóteles (384-322 a. C.) habla de una teología filosófica que considera “las causas supremas del mundo astral divino y visible” (Schillebeeckx, 1969, p. 92); en la vida del pueblo se hablaba del canto al dios Dyonisios y en el ambiente imperial se honraba al emperador como Dios.

Al iniciar la era cristiana, Orígenes (185-254 d.C) la menciona como un sermón de Dios y de Cristo; a su vez el término imperial se fue cristianizando como la confesión de Cristo como verdadero Dios, cambiando la deidad imperial por el Dios cristiano; Eusebio la usó como la teología según Cristo, alejándose de los criterios paganos. San Agustín la entendió como la razón o discurso sobre la divinidad; por eso: “La verdadera reflexión teológica comienza cuando el kerigma de la Iglesia entra en contacto con el logos de Grecia” (González de Cardidal, 2008, p. 25) que se dio en la Patrística. El encuentro entre la fe cristiana de origen judío y las categorías griegas, rigurosas y popularizadas, generó plurales reflexiones teológicas, a eso llamamos helenización: choque demográfico y literario entre dos culturas.

“Con Eusebio de Cesárea (265-340) aparece una acepción nueva al contraponer “teología” y “oikonomía”. La teología designa aquí el estudio directo de Dios y las relaciones entre las personas divinas, mientras que la oikonomía significa en adelante la intervención de Dios en la historia de la salvación” (González de Cardidal, 2008, p. 26). Evagrio Póntico (345-399) y Máximo el confesor (580-662), la describieron como el sentido del conocimiento supremo de Dios. Así, poco a poco, se fue introduciendo el siguiente criterio: “La forma como conocemos a Dios, por eso en el siglo IV, bajo la influencia de los teólogos bizantinos, se llegó a definir como “la sagrada doctrina de la Trinidad” (Schillebeeckx, 1969, p. 93).

Pedro Abelardo (1079-1142), ya en la Edad Media, la formuló como el tratado de Dios refiriéndose a los conceptos humanos de Dios, aunque el término más frecuente en esta época es el de doctrina cristiana. Incluso santo Tomás (1225-1274), con su fuerte influjo aristotélico, empleó este último término acuñando también el de sacra doctrina haciendo alusión a “la enseñanza de la doctrina cristiana en toda su amplitud” como lo señala Escallada en la introducción a la cuestión 1 de la Summa teológica (Escallada Tijero, 2001, p. 75). A esta época también pertenece san Buenaventura (1217-1274). Entre el periodo del doctor angélico y Juan Duns Scoto (1266-1308) es que la teología adquirió fuerza técnica para designar la doctrina cristiana.

En el Renacimiento, esta designación fue dando origen a otras corrientes como la teología mística para distinguirse de la teología escolástica. Muestra de estas diferencias es Martín Lutero quien “rechaza la filosofía como mediación de la fe, para volver a un encuentro directo con la Biblia en cuanto evangelio de Dios” (González de Cardidal, 2008, p. 31). Ante el fuerte influjo humanista y el deseo de una reforma nacen denominaciones como la apologética y la dogmática, para dar respuestas a muchas preguntas que se desarrollaron en la Modernidad (Schillebeeckx, 1969, p. 96). Durante esta edad de la historia, la teología se definió y se hizo con base a la escolástica retomando los postulados de santo Tomás que incluso aún perduran, y es llamada neoescolástica.

En el reciente siglo XX permeado por grandes acontecimientos históricos: el avance acelerado de la ciencia y de la técnica que revolucionaron las formas de vida anterior, transformaciones sociales, revolución industrial, dos guerras mundiales, el surgimiento, de las filosofías existencialistas, la guerra fría, la llegada del hombre a la luna, caída del muro de Berlín, guerra del Golfo Pérsico, el arribo del internet, la cuarta revolución industrial (Galeano, 2008). Además de estos, también hubo: “Los movimientos de renovación surgidos dentro de la Iglesia (Liturgia, Biblia, ecumenismo, patrística, misión). Fruto de todo ello son las figuras creadoras de Barth (1886- 1968) en el protestantismo, con su orientación más por Calvino que por Lutero, y en el catolicismo las dos gemelas, y a la vez contrapuestas, de Karl Rahner (1904-1984) y Hans Urs von Balthasar (1905- 1988)” (González de Cardidal, 2008, p. 32) e incluyo ahí también a Edward Schillebeeckx (1914-2009) con su aporte desde el concepto de “experiencia”.

Todos estos fenómenos y autores generaron nuevas formas de investigación teológica y con ello a nuevas formulaciones de la misma, tanto así que ya no se habla en singular sino en plural (teologías) dependiendo de la fuente, el método, la perspectiva y los contextos.

Qué es teología

Junto al breve recorrido histórico realizado y, ahora, con la aproximación etimológica, nos permiten llegar a una definición de la disciplina en cuestión, la cual proviene del vocablo griego qeoj (theos-Dios) y logoj (logos-palabra), y significa discurso o palabra sobre Dios (Martínez Díez, 1994, p. 10). Esta aproximación clásica de la teología plantea varios interrogantes: ¿qué es discurso?, ¿qué es palabra?, ¿quién realiza dicho discurso?, ¿de dónde viene? ¿si es discurso sobre Dios, Él habla?, ¿se queda en un mero discurso sobre Dios?, ¿quién es Dios?, ¿se estudia verdaderamente a Dios o el conjunto de doctrinas? La voz qeoj no tiene otra acepción más que la mencionada; sin embargo, es necesario aclarar los términos “discurso y palabra”, ya que el nominativo griego logoj implica los dos vocablos; mientras que en castellano son individuales y tienen diferencias semánticas. Los discursos contienen palabras, pero una palabra no es un discurso. Más aún, hay discursos sin palabras. Esto en nuestro ambiente de habla hispana.

Se entiende por discurso la emisión, en su estructura y en su función, de un mensaje lógico y coherente mediado por la lengua (Schiffrin, 2011, p. 26), expresado en una fabricación oral o escrita e incluso más allá: “Definir el discurso como emisiones nos obliga a prestar atención a la contextualización de la estructura de la lengua de una manera que va más allá de la noción de oración-texto” (Schiffrin, 2011, p. 27), por esto es que lo hace una construcción simbólica compleja.

La noción de “palabra” generalmente se aplica a la unidad léxica sonora articulada y asociado al habla, que se puede representar gráficamente con letras, y por lo general, posee un significado. Aclarando las características de estos términos en español y que en griego están condensados en la voz logoj, es que, para efectos de la conceptualización los dos términos serán usados como sinónimos en este breve artículo, es decir, cuando se usa el vocablo “discurso o palabra”, estamos partiendo del griego antiguo para afirmar el mismo contenido, en este caso para referirnos a la teología como discurso o palabra sobre Dios.

Ahora bien, sin importar el tipo de disertación, es importante tener en cuenta su origen ya que todo discurso está mediado por condiciones históricas y culturales concretas. Es común aceptar que el discurso o emisión lo hace el ser humano en un contexto determinado, pero ¿qué o quién lo impulsa a realizarlo?

Tanto en su ambiente circundante como en el plano comunicativo son muchas las motivaciones del mismo, en el caso de la teología, la fuente es una: Dios. “Quiso Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu santo y se hacen partícipes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación Dios invisible habla a los hombres como, amigos, movido por su gran amor y mora en ellos, para invitarlos a su comunicación y recibirlos en su compañía” (Dei Verbum 2, 1993 p. 81). La fuente Dios que se revela y el hombre que lo experimenta. Por tanto, el origen del planteamiento de la teología es Dios que se manifiesta y quien habla de Dios es el hombre. Es decir: Dios es el sol, la luna es el hombre y entre los dos hay una relación comunicativa que ilumina las diversas realidades.

Aclarado el origen del discurso sobre Dios o del saber teológico, se empieza a dilucidar el objeto de estudio del mismo: “En la primera cuestión de la Suma teológica santo Tomás insiste repetidas veces que el objeto central y principal de la teología es Dios” (Martínez Díez, 1994, p. 12) y durante mucho tiempo así se construyó, pero esta visión tradicional genera interrogantes académicos grandes: ¿a Dios se puede estudiar?, ¿cómo abordar un objeto tan complejo como ese?, si es objeto ¿qué o quién es?

Al ad intra[1] de Dios es difícil tener acceso porque el ser humano no alcanza a comprender esta realidad y por eso se llama Misterio.

Misterio no en tanto que sea ocultado esotéricamente sino en tanto incapacidad de percepción por parte del hombre: “De hecho, un misterio no es una realidad absolutamente desconocida: de una manera velada se nos ha revelado lo suficiente para que podamos vivir de él con sentido”

(Schillebeeckx,1969, p. 101).

A lo que sí tenemos acceso es al ad extra de Dios, es decir, a la manifestación comunicación que Dios hace a la persona: “Siempre que una realidad se presenta a la conciencia humana, aunque se trate de una realidad trascendente y por tanto misteriosa, puede ser asimilada vitalmente por el pensamiento” (Schillebeeckx, 1969, p. 101), de ahí que la revelación y su contenido es el objeto que se hace posibilidad de estudio como lo afirma Fisichella: “El acontecimiento de la revelación, fundamento y centro de la misma teología” (Fisichellla, 2005, p. 77). No es que sean dos dioses diferentes, sino que son expresiones del mismo Dios que se comunica: la íntima y la exterior.

Entonces, lo que se estudia es la revelación acontecida en el hombre, lo que Dios dice: “En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo” (Hb 1, 1). A lo largo de la Sagrada Escritura, en donde se puede evidenciar la relación comunicativa entre Dios y hombre, encontramos vestigios de este fundamento; y lo que Él habla, es a lo que se trata de llegar disciplinariamente para averiguar y entender qué es lo que dice. A partir de ese hablar, es que se intuye quién es Dios.

Quien da testimonio de ese decir de Dios es el hombre y este es el sujeto de la disciplina teológica porque da razón de lo que vive. Es él quien tiene la experiencia de escucharlo a partir de un encuentro significativo con el Trascedente: “Lo infinito se manifiesta en lo finito sin anularlo” (Schillebeeckx, 1969, p. 102) y la respuesta positiva a esa revelación es lo que llamamos fe: “Creer, por tanto, es por naturaleza una actitud existencial de todo hombre que se ha puesto en presencia del sentido último de su vida” (Schillebeeckx, 1969, p. 99). Dios acontece en el sujeto, que al escucharle o verle (Hueso, 2012) se hace creyente para darle significado a las preguntas que se plantea en su vida, generando horizontes de sentido que marcan su existencia. También sucede en quien ya es creyente que lo percibe, y aquello que percibe da mayor plenitud a lo que cree. Por eso es el sujeto de la teología.

A partir de ese encuentro de sentido es que brotan aproximaciones conceptuales sobre Dios, proporcionándole nombres que en muchas ocasiones están cargados de antropomorfismos (según la voz “nombres de Dios” en el Diccionario Enciclopédico de la Biblia); por ejemplo: Shaday, Elohim (Dios de dioses), Adonai, Elyón (el Áltísimo), Yahveh (Yosoy), (Kyrios) el Señor, el Creador, Padre, Amor, Bondad infinita, Trinidad, el Santo, el Trascendente etc. Con sus adjetivos correspondientes: misericordioso, justiciero, sanador, maravilloso, todopoderoso, fiel, omnipresente, grande, bueno, fuerte: “Él es amor, gratuidad, sentido, paz, benevolencia, gracia, perdón, que nacen de su donación oblativa y del acogimiento equivalente por parte del hombre. Vale por lo que es en sí antes de mí, y sólo a partir de ese reconocimiento en gratuidad vale para mí. Esto que decimos de Dios hay que decirlo de toda relación personal y de todo amor verdadero” (González de Cardidal, 2008, p. 48).

Cómo percibe a Dios y lo que comprende de Él en sus determinados contextos histórico-culturales, es lo que el hombre comunica en su interacción con otros[2]. Por eso el trinomio: Dios como fuente, la revelación como objeto y el hombre como sujeto son categorías que dialogan en la experiencia de fe y se deben tener en cuenta para la dinámica de la reflexión académica de la teología.

La experiencia de fe

En la interacción de personas que se encuentran por primera vez o que se ven en repetidas ocasiones se evidencian contactos externos (físicos desde los sentidos) e internos (sentimientos, procesos de racionalización lógicos y de sentido). Estos contactos permiten ir conociéndose mutuamente hasta llegar a una relación de cercanía mucho más profunda. Se descubren los aspectos positivos y negativos de unos y de otros, es una relación de conocimiento mediada por una experiencia de encuentro. Esto en términos elementales de la comunicación humana, pero ¿cómo entender dicha experiencia en relación con el Trascendente, el Santo o con los nombres que se describió anteriormente?

Esta palabra se usa en varios sentidos para designar “la aprehensión por un sujeto de una realidad, una forma de ser, un modo de hacer, una manera de vivir, etc. La experiencia es entonces un modo de conocer algo inmediatamente antes de todo juicio formulado sobre lo aprehendido” (Ferrater Mora, 1984, p.618). Pero las aprehensiones las hay de diversas maneras[3]. De manera sensible relacionada con la realidad externa por la que cursaron escuelas como la platónica (distinción entre el mundo sensible e inteligible), la aristotélica (reunión de percepciones y recuerdos en relación con el mundo exterior), la empirista (conocimiento a través de los sentidos) que con Kant se constituye en el punto de partida del conocimiento dando paso a las ciencias modernas para comprobar y demostrar un objeto de estudio determinado. Debe ser comprobable fácticamente.

En la Edad Media, aunque se continuaba la línea aristotélica, aparece una nueva manera de aprehensión. Se distinguió entre experiencia externa (evidencias de carácter natural que por repetición de procesos se llega a tener experiencia de un arte) e interna o psicológica (como aprehensión de los procesos internos de la persona) que se asoció a la vivencia interna de la vida de fe o mística. Uno de sus grandes exponentes, san Agustín con la doctrina de la iluminación[4]

Durante la modernidad tuvo muchos significados, pero se podría sintetizar como la “aprehensión de cosas singulares” propuesta por Roger Bacon (1561-1626). Esta definición permite entender las dos formas de conocimiento tanto la interior como exterior. Con la llegada de René Descartes y su máxima: “Pienso luego existo (cogito ergo sum)”, nació el racionalismo haciendo hincapié en la razón como una manera de descubrir ciertas verdades universales innatas y en contraposición se encuentran los filósofos empiristas quienes afirmaban que se puede acceder al conocimiento de tipo sensible por la vía de los sentidos, no hay otro tipo de conocimiento para ellos. Dos maneras distintas de ver la experiencia como mediación generadora de conocimiento. Distinguiéndose de ¿éstas, para el idealismo alemán la “experiencia no constituye el saber, el cual descansa y consiste únicamente en la intuición (“intuición intelectual” o “saber absoluto”). El saber propiamente dicho no es, pues, experiencia, sino saber del fundamento de toda experiencia y, en último término, saber del saber” (Ferrater Mora, 1984, p. 620), en términos hegelianos no es subjetiva ni objetiva sino absoluta en modo como se aparece el ser a la conciencia, siendo esto lo real de la experiencia: el ser en la conciencia.

Junto a estas diferenciaciones conceptuales también está la noción de “experiencia de vida”, entendida como la acumulación de aprehensiones que forjan destrezas en determinado oficio o como las sensaciones cotidianas repetidas de la existencia humana que conduce a tener experiencia en la vida: “Se aprende por experiencia”. Otros autores, entre ellos Dilthey y Bergson, siguieron reflexionando sobre esta categoría, dando como resultando tipos de experiencia: “Experiencia sensible, experiencia natural, experiencia científica, experiencia religiosa, experiencia artística, experiencia fenomenológica, experiencia metafísica” (Ferrater Mora, 1984, p. 621). La pluralidad conceptual abunda por el siglo XX y cada una con su significado propio para hacer referencia a una experticia específica.

El panorama conceptual esbozado, permite observar la compleja tarea en definir el concepto experiencia, sin embargo, para interés de esta indagación se entiende como la aprehensión o percepción (Ferrater Mora, 1984), por parte del sujeto humano, de una determinada realidad que viabiliza el conocimiento sobre dicha realidad. Es de utilidad esta conceptualización porque las tipologías de la experiencia aludidas, tienen en común estas nociones para indicar el acercamiento gnoseológico de o hacia otro escenario. Además de ello, porque zanja la dicotomía entre ciencia y religión en ocasiones divididas epistemológicamente, ya que se puede tener aprehensión y percepción de objetos reales animados y objetos reales inanimados sin anular ninguna de las dos. Las dos permiten el acceso al conocimiento solo que, por vías distintas, con objetos de estudio distintos y resultados diferentes. La aprehensión y la percepción son palabras base que permiten entender el conocimiento empírico científico, el conocimiento de las experiencias internas del hombre[5] al que pertenecen algunas ciencias humanas y el conocimiento de la trascendencia de sentido e incluso religiosa. En todas estas formas de conocer las aprehensiones o percepciones hacen presencia, son experiencia de algo.

En la dimensión religiosa, hay una aprehensión de algo o alguien que desborda al ser humano que no logra comprender en su plenitud solo vivirlo, es el contacto con lo sagrado que se desarrolla en un encuentro comunicativo de dos realidades, la humana y la divina: “La experiencia humana no se circunscribe a lo percibido por los sentidos y verificable, como pretenden el empirismo y el positivismo (Hume, Comte). Tampoco se limita a la captación de la propia conciencia y a la racionalización del yo (estructura lógica Hegel). Las formas de acceso a la realidad son múltiples y complejas, muchas de las cuales no pueden ser comprendidas por la razón dialéctica en un proceso de objetivación y retorno. Entre estas se encuentra la experiencia de sentido por la que el hombre queda abocado a la presencia de lo enteramente otro H G Gadamer la ha llamado horizonte del sentido, donde la razón interpretativa y hermenéutica juega baza importante” (Lucas Hernández,199).

La experiencia de sentido, en el ámbito del hecho religioso, tiene tres elementos constitutivos, a saber: la iluminación, porque permite al hombre tener fundamentos; la trascendencia, porque lo mueve hacia una realidad que lo supera y lo perfecciona; la participación, porque hay una comunicación entre lo humano y lo divino que los involucra mutuamente en su hacer: “Aplicando estos principios a la actitud religiosa, podemos definirla como una experiencia de sentido en cuyo centro está lo sagrado, lo numinoso y santo como punto último de referencia que garantiza la realización plena del hombre” (Lucas Hernández, 1999, 118). Estos elementos aplican para todas las tradiciones religiosas.

En la tradición cristiana de corte católico, el aparecer de Dios y el ver del hombre, es a lo que llamamos experiencia de sentido, encuentro significativo de fe: “Es el acto mismo de encuentro con Dios en contacto fundamental” (Schillebeeckx, 1969, p. 99). No es antropocentrismo ni psicologismo, es mística. Es hallarse en y con Dios para leer la propia vida, la propia existencia desde un prisma divino que en realidad cambia la vida: “Por eso ya no es suficiente conocerlo sólo por el concepto, sino que es necesaria la experiencia” (Hueso, 2012, p. 59).

Además, no es algo temporal sino ontológico que trasciende en perspectiva futura. No es estática, es continua. Por eso la fe es una comunicación entre Dios y el hombre que fundamenta el quehacer teológico: “No es que el hombre haga hablar a Dios, sino, más bien, es Dios el que se da a conocer a través de las distintas vivencias humanas como aquel que trasciende a todas” (Lucas Hernández, 1999, p. 119).

La experiencia de encuentro con Dios que genera una respuesta de fe capaz de ser comunicada intersubjetivamente como lo menciona José Luis Illanes y Josep Ignasi Saranyana aludiendo a Edward Schillebeeckx: “En el origen de la fe cristiana está una experiencia: la de los apóstoles cuando encontraron a Jesús y experimentaron en ese encuentro que Dios se les hacía presente, se les revelaba y les otorgaba la salvación; esta experiencia, que luego los mismos apóstoles tematizaron y pusieron por escrito, transmitiéndola a las generaciones posteriores, es la realidad fundante del existir cristiano, el punto de acceso a la revelación” (Illanes, José Luis y Saranyana, Josep Ignasi, 1996, p. 390). Pero no es exclusiva del cristianismo ya que en el Antiguo Testamento hallamos testimonios con estas características e incluso en otras religiones.

Teniendo en cuenta la historia, la etimología, la definición de experiencia, es que llegamos a entender la teología como el hablar (discurso, palabra) sobre Dios a partir de un encuentro de sentido con Él y que se comunica posteriormente: “La teología habla de Dios y del hombre en relación, en cuanto que Dios es y se ha revelado como principio de su ser, fundamento del sentido de su existencia y meta de su destino” (González de Cardidal, 2008, p. 89). Este es una posible respuesta, entre tantas existentes, a la pregunta ¿qué se entiende por teología?, que puede ser útil para los contextos actuales.

La mediación de la fe es la que hace que la teología tenga sentido, como lo menciona el teólogo dominico: “La fe es la que fundamenta el carácter científico, esto es, la función de iluminar la realidad de la teología. Sin fe, no es posible una teología científica” (Schillebeeckx, 1969, p. 102) o con posibilidad de reflexión humana. Sin ella no se puede decir nada, o lo que se diga puede caer en antropocentrismos. De ahí su importancia.

La reflexión humana juega un papel importante porque es la articulación de lo experimentado que le permite ser comunicable con claridad en un contexto determinado: poder narrar lo acontecido en el sujeto creyente. Al hacer la reflexión sistemática sobre qué es lo que se debe decir acerca del Trascedente (quehacer teológico), es que se hace vital la presencia de la comunicación para poder dar cuenta del mensaje; sin ella, quedaría en un intimismo.

Escrito por P. Henry Hueso, ssp


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Referencias bibliográficas:

González de Cardedal, Olegario. (2008). El quehacer de la teología. Salamanca: Sígueme.

Schillebeeckx, Edward. (1969). Revelación y teología. Salamanca: Sígueme.

De Aquino, Santo Tomás. (2001). Suma de teología. Tomo 1. Madrid: BAC.

Galeano, Adolfo. (2008). Tensiones y conflictos de la teología en su historia. Bogotá: San Pablo.

Martínez Díez, Felicísimo. (1994). Teología de la comunicación. Madrid: BAC.

Schiffrin, Debora. (2011). Definiciones de discurso. Tomado del libro Approaches to discourse y traducido por Minerva Orepaza Escobar. CPU-e, Revista de Investigación Educativa, 13. Recuperado de http://www.uv.mx/cpue/num13/practica/Schiffrin-Definiciones de discurso.html

Concilio Vaticano II. (1993). Constitución dogmática Dei Verbum. Bogotá: San Pablo.

Fisichella, Rino. (2005). Introducción a la teología fundamental. Estella (Navarra): Verbo Divino.

Diccionario enciclopédico de la Biblia. (1993). Barcelona: Herder.

Illanes, José Luis y Saranyana, Josep Ignasi. (1996). Historia de la teología. Madrid: BAC.

Ferrater Mora, José. Diccionario de filosofía. Buenos aires: Editorial Sudamericana.

Marguerat, Daniel y Bourquin Yvan. (2000). Cómo leer los relatos bíblicos. Santander: Sal Terrae.

Seubert, Augusto. (2012). Cómo nació el Antiguo Testamento. En: Equipo Misionero. ¿Entiendes el mensaje? (pp. 9-16). Bogotá, Colombia: San Pablo.

Libanio, J.B. y Murad, Alfonso. (). Introducción a la teología. México: Dabar.

Jordán Chigua, Milton. (2018). Introducción general a la Sagrada Escritura. Bogotá: San Pablo.

De Sahagún, Juan. (1999). Fenomenología y filosofía de la religión. Madrid: BAC.


[1] Término usado en el argot teológico para hablar de la interioridad o del contenido de la divinidad. Ad extra hace referencia a la revelación de Dios, es decir, a su exterioridad e interacción con el hombre.

[2] La comunicación es entendida aquí como “el modo con que la gente se ve llevada a compartir ideas, sentimientos, actitudes o modos de actuar a través del contacto con los demás” (A. Dulles citado por Martínez Díez, 1994, p. 24).

[3] Esta diferenciación de la experiencia está tomada de Ferrater Mora, José (1984). Diccionario de filosofía. Buenos aires: Editorial Sudamericana. Voz: Experiencia, pp. 618-622.

[4] Que se mencione este autor no significa que sea el único, ya que hay bastantes figuras destacadas de la mística cristiana de corte católico (san Benito Abad, san Francisco, san Buenaventura, santa Teresa de Ávila, san Juan de Ávila, san Ignacio de Loyola, santa Benedicta de la Cruz, etc.) quienes tuvieron experiencias profundas sobre la divinidad; a su vez, en otras tradiciones religiosas históricas (hinduismo, budismo, judaísmo, islamismo, taoísmo) también hay rasgos de “la experiencia religiosa impactada por lo sagrado” (De Sahagún, 1999, p. 116) y con propuestas doctrinales diferentes.

[5] De esta característica forman parte las experiencias humanas como el amor, la amistad, la lealtad, la angustia, el dolor, la preocupación y todas las sensaciones que no se pueden explicar desde la dimensión sensible.

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