Hablar de las dos grandes columnas de la Iglesia significa referirnos a dos personas con diferencias tan notorias como el sol, pero que, al mismo tiempo, comparten muchas más cosas de las que nos imaginamos. Y de esa manera, tan distintos y tan iguales, es como la Iglesia los venera y los presenta como modelo de vida cristiana, hasta el punto de celebrar sus memorias en una sola fiesta litúrgica.

Con frecuencias, y no sin razones, se cree que Pedro y Pablo fueron antagonistas, como si representaran bandos enemigos y opositores dentro de la Iglesia. Es verdad que antes del encuentro con el Resucitado en el camino hacia Damasco Saulo sí era un gran perseguidor de la naciente comunidad cristiana, pero después de su conversión, no sin dificultades, llegó a integrarse plenamente al unitario proyecto evangelizador que reconocía en Pedro al líder, querido por el mismo Jesús, para “apacentar a su rebaño” (cf. Jn 21, 15-17). Al fin y al cabo, era él, Simón Pedro, el que había recibido las llaves del Reino, y el que tenía la misión de ser la roca sólida sobre la cual se edificaría la Iglesia de Cristo (cf. Mt 16, 13-19).

El encuentro con Cristo, tanto de Pedro como de Pablo, sí representó en ellos un singular cambio de mentalidad y de horizontes, pero no los exoneró de sus respectivas personalidades, con sus altos y sus bajos. Y precisamente esas notas propias del carácter humano de cada uno de ellos, se complementaron admirablemente, al servicio de la misión común de dar testimonio del Resucitado, por la acción del Espíritu Santo,

“en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines del mundo” (cf. Hch 1, 8).

Si a Pedro, y sus más cercanos compañeros de apostolado, les correspondió la tarea de la evangelización del pueblo judío, a Pablo, en cambio, le tocó asumir el compromiso de abrir caminos nuevos entre los pueblos paganos al mensaje de Jesús, hasta llegar a Roma, el corazón del paganismo (cf. Gál 2, 6-10). Y de esa manera, ambos, aun teniendo que superar tensiones y dificultades, fueron fundamentales en el cumplimiento de la única misión confiada por el Señor a su Iglesia (cf. Lc 24, 46-49).

Las imágenes de la roca y el agua, que escuché de labios de un buen paulino como es el P. Angelo Colacrai, resulta muy apropiada para ilustrar la relación existente entre los dos grandes apóstoles, tanto en sus diferencias como en sus semejanzas y coincidencias. En efecto, Pedro fue la roca, como el mismo Jesús se lo dijo, que representa la solidez y estabilidad que se requieren para la consolidación de una institución; es, también, el signo de aquel principio de autoridad necesario para que no reine el caos y la anarquía en un grupo humano. Para evitar el peligro de un mal entendido democratismo, en la Iglesia es fundamental reconocer y respetar una autoridad, personificada en Pedro. Pero esa autoridad, en términos cristianos debe ser entendida y vivida, no como imposición despótica de caprichos humanos o proyectos mezquinos, sino como un servicio por amor, similar a la función que ejerce el pastor que protege, cuida, conduce y orienta a la grey (cf. Mt 10, 42-45; Jn 10, 11-16. 25-29; Hch 20, 28-35; 1 Pe 5, 1-5).

Por su parte, Pablo fue como el agua, libre para abrir caminos nuevos; su estrategia evangelizadora mostró el dinamismo y la creatividad necesarios para hacer llegar el mensaje de salvación en Cristo a todos los pueblos y culturas. En Pablo se representa el carisma y la profecía de la Iglesia, que en algunos momentos podría entrar en conflicto con la autoridad, pero que debe, más bien, complementarse con esta, para dar impulso a la comunidad cristiana y su misión en el mundo. Al fin y al cabo, el gran protagonista y motor de la evangelización no es ni Pedro ni Pablo, sino el Espíritu Santo que anima, acompaña y conduce la vida de la Iglesia de todos los tiempos. En último término, el gran mérito de los dos grandes apóstoles, y en lo que mejor coincidieron fue en la docilidad y obediencia al Espíritu Santo (cf. Hch 15, 28).

P. Danilo A. Medina L., ssp


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